El despertador sonaba, aun es de noche, no quería levantarse pero no había remedio. Nuestro heredero se prestaba a salir a esa rutina desmedida sin cuestionárselo. Buen aprendizaje y formas, lo acompañaban, con placer probablemente le costara mas pero sin darse cuenta accedía a ese callejón que inevitablemente lo conduciría a su trabajo.
Cuantas mañanas se repetían, desayuno de campeones, una ducha, el aroma del jabón y el desodorante, completaban el cuadro. Las ganas de verla de nuevo eran la sangre de todo, ni una mirada, una sonrisa, un gesto nada en pos del optimismo, sin embargo la basura estaba sin sacar, los gatos estaban en el mismo lugar y el hedor se olía cercano.
Convencido daba sus pasos con calzado de frontera, lento, tranquilo, con desprecio hacia el vértigo de la ciudad, Juan el mismo. Descubrir sus debilidades lo convertía en algo mejor, menos mal que María no llego a enterarse porque sino quien podría explicárselo.
Recorridas esas cuadras llego se sentó en su escritorio y se dispuso a realizar el trabajo planteado del día anterior. Juan trabajaba solo, sus responsabilidades no dependían de otros, era su juego y manejaba bien. Entre recuerdos de platos calientes y rocas para picar realizó esos llamados, nunca se comunico con María pero lo pensó, ya bebía y aun era temprano.
Nuevos personajes se presentaban y el lo disfrutaba, creía que esas imágenes no se repetirían, presente con miopía, nogales arrasados y fríos de mayo corrían con desdén.
Pasando las horas, fumando, recordó súbitamente sus obligaciones tenia que hablar con el, en la vorágine acomodo el cuerpo y lo llamó. Jamás llego a discar, la angustia y el dolor no se lo permitieron, el pobre Juan, dormido en el ómnibus, estaba llegando a su casa.
* Nota. Este texto como dice la nota "El misterio del escritor" no pertenece al puño del editor de lascabecitas.